
Hay días en los que uno abre Instagram con la misma resignación con la que examina una radiografía: no para llevarse una sorpresa, sino para confirmar lo que ya sospecha. Hoy, mientras profesores, sanitarios, conductores de autobús, asociaciones vecinales y colectivos diversos se manifestaban en Alicante —cada uno con su queja, todas con un mismo hilo conductor: el abandono—, el muro del alcalde Luis Barcala ofrecía un espectáculo paralelo. Otra ciudad, otro clima, otro país, quizá otra dimensión.
En esa Alicante alternativa, el alcalde aparece denunciando la corrupción… ajena, por supuesto. También ovacionando a Corina Machado, cantando villancicos como si no ardiera la sanidad primaria, brindando en hogueras mientras los autobuses siguen en huelga, corriendo por la playa, estrechando manos, posando con cascos de obra, promocionando empresas privadas y repartiendo abrazos estratégicos entre empresarios. Una coreografía perfectamente iluminada, que no se despeina aunque los barrios pierdan servicios, los impuestos suban y los ciudadanos acumulen razones para protestar.
La ironía, por no decir el contraste hiriente, es inevitable. Porque mientras sus redes muestran un alcalde incansable, hiperactivo, casi ubicuo, la ciudad arrastra siete años de parches que no han resistido ni la primera lluvia. Aceras levantadas hasta cinco veces, obras que se anuncian sin estar el proyecto aprobado, y se inauguran antes de estar acabadas, servicios recortados —como los talleres para mayores— y un rosario de promesas anunciadas con la misma facilidad con la que después se olvidan: la compra de los Astoria, un centro social en Benalúa, el eterno parque central que siempre está a punto de llegar, la Británica, los museos de Casa Mediterráneo, Las Cigarreras o el Cuartel de la Guardia Civil, ese centro médico que no pasa de cuatro médicos para un barrio entero.
Más de 300 millones de euros de presupuesto al año dan para mucho más que fotos. Dan para una transformación real de la ciudad. Pero Alicante, lejos de reconocerse en ese álbum luminoso del alcalde, vive instalada en la sensación de que la gestión se limita a apagar incendios… o a esperar que no prendan.
Y, sin embargo, Barcala sigue ahí. Gana. Repite. Conserva un apoyo que parece inmune al desgaste. Lo cual obliga a hacerse la pregunta incómoda: ¿qué nivel de desencanto deben generar “los otros” para que la alternativa siga siendo este catálogo de poses, obras a medias y promesas caducadas?
La política local siempre ha sido un terreno donde la imagen pesa más que el discurso, pero en Alicante la desproporción roza lo surrealista. Basta entrar en Instagram, un rato, para encontrar un alcalde feliz, satisfecho, convencido de que la ciudad se mueve. El problema es que, fuera de la pantalla, también se mueve… pero para manifestarse.
Quizá algún día se haga la foto con ellos. O quizá algún día tengamos un alcalde que prefiera solucionar problemas reales que hacerse fotos.



















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