
El caso que involucra a Santos Cerdán, secretario de organización del PSOE, y las derivadas aún latentes del escándalo que rodeó a José Luis Ábalos vuelven a poner el foco en la corrupción política en España. Pero reducir este tipo de tramas a episodios aislados, a nombres propios y siglas concretas, es una forma cómoda —y profundamente errónea— de comprender el problema. Lo que estas situaciones evidencian, una vez más, es la existencia de un sistema profundamente viciado, donde la lógica del amiguismo y la promoción interna basada en la fidelidad partidista prevalecen sobre la meritocracia, la competencia y el interés general.
La cúpula como club de lealtades, no de talentos
Ni el PSOE, ahora bajo el foco, ni el PP, históricamente salpicado por múltiples escándalos, pueden escapar a una dinámica común en los grandes partidos: la construcción de estructuras internas cerradas, donde las trayectorias no se explican por la calidad técnica ni por una vocación de servicio público, sino por la habilidad para tejer alianzas, mantenerse en la sombra adecuada y no molestar demasiado al que manda. Lo que asciende no es el talento, sino la mediocridad que no amenaza.
Esta lógica da lugar a direcciones partidarias que se perpetúan en el tiempo con perfiles políticos sin ideas, sin formación sólida y, sobre todo, sin capacidad ni voluntad de regeneración. El partido se convierte en una agencia de colocación con vocación endogámica, en la que lo importante no es la política, sino el poder.
La política no puede ser una carrera vitalicia
La profesionalización absoluta de la política, entendida como carrera vitalicia, alimenta el deterioro de las instituciones. Convertir el servicio público en un modo de vida termina por eliminar cualquier incentivo a la excelencia o al rendimiento. Cuando el objetivo es aguantar, no transformar, todo vale: se toleran las malas prácticas, se blanquean las irregularidades y se protege a los propios, aunque eso suponga dañar al país.
El político de carrera tiende a rodearse de afines, no de los mejores. Así se consolida el ciclo del clientelismo: quien ocupa un puesto de poder lo utiliza para reforzar su red y garantizar su supervivencia. La corrupción no siempre es dinero en sobres; muchas veces es una forma de colonizar lo público con fines privados o partidistas.
El verdadero muro de contención: los funcionarios
En medio de esta decadencia, hay un elemento que permanece, en gran medida, al margen de las dinámicas partidistas: la administración pública profesional, los funcionarios. Son ellos quienes, en teoría, deben garantizar la legalidad, la transparencia y la buena gestión en los procedimientos de contratación, subvenciones y ejecución del gasto público.
Pero incluso este dique se ve comprometido cuando se politizan los nombramientos, se presiona a los técnicos o se desvirtúan los procedimientos. El verdadero reto institucional no es solo perseguir la corrupción cuando explota, sino blindar las estructuras que deben impedir que ocurra.
Fortalecer el papel de los cuerpos técnicos, darles autonomía real, protegerlos frente a las injerencias y dotarlos de capacidad de control es mucho más eficaz que cualquier comisión de investigación parlamentaria que nace con fecha de caducidad y con objetivos partidistas.
El caso Cerdán-Ábalos, más allá de sus responsabilidades individuales, sirve para abrir un debate más profundo: ¿qué tipo de política queremos? ¿Una que se base en lealtades personales o una que premie la preparación y la honestidad? ¿Una política de supervivientes profesionales o una política de ciudadanos que, tras un tiempo limitado, regresen a sus profesiones de origen?
Regenerar la democracia no es solo cambiar a los nombres, sino cambiar las reglas. No se trata de “depurar” a los culpables cuando el escándalo es insostenible, sino de construir un sistema donde ni siquiera tengan oportunidad de operar. Y, sobre todo, que respondan con su patrimonio personal todos estos posibles casos ilegales y ante leyes mucho más severas de las que hay ahora mismo.
La corrupción no es solo una enfermedad del individuo; es el síntoma de un sistema diseñado para protegerse a sí mismo. Mientras sigamos tolerando que la mediocridad escale por la escalera de la lealtad, lo que nos espera no es otra cosa que más de lo mismo.
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