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Cuando la balanza educativa siempre cae del mismo lado

17 de diciembre de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

La Generalitat Valenciana investiga a la Universidad CEU Cardenal Herrera por el supuesto embalsamamiento irregular de más de 650 cadáveres donados a la ciencia durante casi dos décadas. Una denuncia grave, sostenida por documentación, contratos y un decreto que tipifica los hechos como infracción muy grave. Sin embargo, más allá del caso concreto —que deberá aclararse en los tribunales— hay una pregunta incómoda flotando en el ambiente: ¿qué habría pasado si esta denuncia afectara a una universidad pública?

Probablemente, el ruido sería ensordecedor. Comparecencias, titulares incendiarios, dimisiones inmediatas y una campaña política y mediática sin descanso. Pero hablamos de una universidad privada vinculada a la Iglesia. Y cuando la Iglesia entra en escena, el volumen baja. Mucho. Porque en este país hay instituciones que juegan con red, mientras otras caminan sobre el alambre.

No se trata solo de un posible incumplimiento sanitario. Se trata de privilegios. Privilegios históricos, económicos, ideológicos y, sobre todo, simbólicos. Privilegios que no se suelen poner en la balanza cuando se compara la calidad de la enseñanza pública con la privada, como si ambas partieran del mismo punto de salida. No lo hacen. Nunca lo han hecho.

Cuando hablamos de educación, solemos caer en trampas fáciles: rankings, tasas de empleabilidad, edificios relucientes o discursos sobre la “excelencia”. Pero rara vez hablamos de qué modelo de sociedad estamos construyendo. Y ahí es donde el debate se vuelve verdaderamente incómodo.

Porque si el acceso a determinadas oportunidades educativas depende cada vez más del dinero, entonces el mensaje es claro: el esfuerzo y las capacidades importan… pero solo hasta cierto punto. A partir de ahí, manda la cuenta corriente. Y eso no es meritocracia. Es herencia.

El riesgo es evidente: copiar un modelo educativo como el estadounidense, donde el ascensor social está averiado para la mayoría y solo funciona —cuando funciona— para unos pocos. Un modelo donde endeudarse de por vida es el precio de intentar subir un peldaño, y donde el talento sin recursos queda, en demasiadas ocasiones, fuera del sistema.

La educación pública, con todos sus problemas y carencias, sigue siendo uno de los pocos espacios donde todavía puede darse algo parecido a la justicia social. Donde una hija de una familia humilde puede sentarse en el mismo aula que alguien con todos los privilegios y competir en igualdad de condiciones. Pero esa igualdad solo existe si la exigencia es real, si los estándares son comunes y si no se toleran atajos para unos mientras se exige el triple a otros.

No podemos permitirnos como país desaprovechar talento. Ni el científico que podría desarrollar una vacuna contra el cáncer, ni la investigadora que encuentre la forma de eliminar los microplásticos de los océanos, ni quien aporte pensamiento crítico, ética, filosofía o periodismo honesto en una sociedad saturada de propaganda y ruido. No podemos permitirnos que esas personas queden fuera porque no pueden pagar la entrada.

El verdadero debate no va solo de embalsamamientos, expedientes o responsabilidades penales. Va de qué educación queremos y para quién. Va de decidir si el conocimiento es un bien común o un producto de lujo. Va de elegir si apostamos por una sociedad que exprime lo mejor de su gente o por otra que premia, una vez más, al que ya parte con ventaja.

Y va, sobre todo, de recordar algo básico: el ascensor social no se mantiene solo. Hay que cuidarlo, revisarlo y defenderlo. Porque cuando deja de funcionar, lo que sube no es la excelencia. Es la desigualdad.

Publicado en: Crítica Social, Educación, en titular, España, noticias breves, opinión, REVISTA, SOCIAL




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