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Cuando la televisión recuerda lo que el país parece olvidar

6 de noviembre de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

RTVE ha hecho algo poco habitual en la televisión actual: dedicar una franja entera al pasado, pero no para idealizarlo, sino para entenderlo. La brillante noche de los miércoles reunió dos programas gemelos en propósito, aunque muy distintos en forma. Y juntos componen un retrato incómodo, necesario y, sobre todo, profundamente honesto del país que fuimos y del que decimos ser.

Por un lado está 50 años del gran cambio, el documental que arranca con una escena casi cinematográfica: el yerno de Francisco Franco (ver aquí), cámara en mano, retratando al dictador agonizante en una habitación del Hospital La Paz. Aquellas fotografías, que jamás habrían visto la luz bajo la férrea censura del régimen, rompieron de un disparo el aura de invulnerabilidad del Caudillo. Pero el programa hace mucho más que revisitar el escándalo. Reabre la historia, la desmonta y la vuelve a montar con fuentes, testimonios y contexto. Y en ese proceso, deja al desnudo cómo se elaboraba la noticia hace medio siglo: qué era contrastar, qué significaba entonces la ética periodística, cómo se lidiaba con la exclusiva, la portada, los tiempos editoriales. Un viaje al ADN del oficio, que revela no solo las grietas del régimen, sino las nuestras: las del periodismo contemporáneo, que ha cambiado tanto que a veces cuesta reconocerse en él.

Y luego llega Carlos del Amor con su 50 años del gran cambio (ver aquí)—sí, mismo título, distinto espíritu— para completar la noche desde un ángulo radicalmente distinto. Del Amor no mira hacia arriba, sino hacia abajo; no interroga a los protagonistas de siempre, sino a los que casi nunca tienen voz. Contra el relato oficial de la Transición —esa narración tan empaquetada, tan perfecta, tan institucional—, el programa pone el foco en la sociedad civil. En las mujeres que marcharon para abrirle grietas al patriarcado mucho antes de que la política supiera qué hacer con ellas. En las minerías y fábricas que se plantaron colectivamente, porque sabían que sin derechos no hay democracia posible. En los barrios que se organizaron mientras los despachos decidían cómo gestionar un país que ya no respondía a sus moldes.

Esa es la verdadera revolución del programa: recordar que la democracia no “llegó” como una concesión, sino que se abrió paso a empujones. Que los derechos no se heredan: se conquistan. Y que lo que se conquistó puede perderse, especialmente en tiempos como los actuales, donde ciertos consensos que creíamos inamovibles se rompen con una facilidad preocupante.

Lo brillante de la noche, en realidad, no es el nombre: es el ejercicio de memoria. Recuperar imágenes y voces que se quedaron relegadas al archivo no es un gesto nostálgico; es un acto político en el mejor sentido de la palabra. Porque recordar quién trajo realmente la libertad —y a qué precio— es una forma de protegerla.

RTVE ha construido, casi sin pretenderlo, una lección doble: sobre periodismo y sobre ciudadanía. Y en una época de ruido, simplificación y relatos envenenados, es refrescante que la televisión pública apueste por algo tan poco rentable y tan profundamente valioso: la verdad, tal cual fue, y no tal como nos gustaría recordarla.

Publicado en: noticias breves, opinión, Psicología - Sociología, REVISTA, SOCIAL




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