
Hay una vieja fábula que aún recorre los recovecos de la memoria popular: la del cántaro de leche, la joven campesina y su ramillete de ilusiones. Se cuenta que la muchacha caminaba hacia el mercado imaginando todo lo que haría con el dinero que ganaría al vender la leche. Se haría con una docena de huevos, que se convertirían en polluelos, que luego serían gallinas, que darían más huevos, y con ellos… bueno, el castillo era infinito. Hasta que tropezó, y el cántaro, como las ilusiones, se rompió contra el suelo.
Pero ¿y si el cuento de la lechera no fuera una advertencia, sino una necesidad? ¿Y si imaginar futuros improbables fuese, en realidad, un salvavidas cotidiano?
Cada vez que el Euromillón anuncia un bote de más de cien millones de euros, repito mi rito secreto: juego dos apuestas. No más, porque no creo que vaya a tocarme, y porque sé que estadísticamente es absurdo. Pero lo importante no es lo que pierdo, o gano jugando, sino el paseo posterior. Ahí, en ese pequeño ritual, se abren las compuertas de la ensoñación y es un ejercicio que mentalmente (si no te lo tomas como un deseo que se pueda cumplir) viene bien.
Camino por Alicante con la sonrisa de quien sabe que la realidad se ha vuelto porosa. Y me dejo llevar. Me imagino ganando. Me imagino rico. No ostentosamente, no con coches de lujo ni relojes del tamaño de una tapa de jamón serrano. Rico con calma. Con esa riqueza que no necesita mostrarse, que sólo se representa en los pequeños matices que hacen que puedas permitirte comer sin pensar en el agujero que supone, o elegir un vino por que te gusta, no porque es al que puedes acceder.
No cambiaría de coche. Mi Yaris sabe los caminos que me gustan. Tal vez reduciría mi jornada, o directamente la cortaría por la mitad, por que no quiero dejar la parte de esa actividad que, sin estrés, me haría feliz. El restante, lo usaría para tener más paseos, acabar libros, alargar mis sobremesas, o para que quedar con las personas que quiero no fuera un galimatías en una agenda sin huecos. Podría cuidarme más, escribir sin prisa esos libros que tengo en la cabeza. O no. Tocaría más la guitarra y esas cosas que me hacen realmente feliz y que ahora no puedo hacer.
La fantasía de tener, por fin, una vivienda propia sin hipotecas ni alquileres que drenen el alma es casi más dulce que el dinero en sí. Un hogar estable. Una mesa siempre servida. Saber que mi hija y mis sobrinas nunca tendrán que mirar el precio de una merienda, ni encoger los hombros cuando la vida exija dinero para estudiar, vestirse o vivir. Sería una especie de red, una garantía silenciosa. No para crear dependencias, sino para liberar a quienes amo del peso constante de la incertidumbre.
Lo más extraño del paseo mental es saber que no cambiaría tantas cosas, pero sabiendo que me haría más yo. Más generoso, sin tener que contar monedas. Más paciente, porque el estrés del calendario y el fin de mes no estaría siempre pisándome los talones. Mi rostro sería el mismo, pero descansado, sin las ojeras que provocan los madrugones no deseados. Y, tal vez, sin que nadie lo notara, cambiaría algo en Alicante. Un pequeño temblor cultural. Una editorial local, una beca para quien quiera escribir, más tiempo, apoyo altruista al cine y la música independiente, fomento de la autogestión… o algunos de esos detalles invisibles que echo de menos e importan.
Claro, puede que nunca toque. Lo sé. Pero la ilusión de imaginarlo transforma el resto de mi tarde. Me permite vivir, por un instante, sin la estrechez de lo posible. Y eso, en tiempos donde la imaginación escasea, vale más que cien millones.
La fábula de la lechera termina con el cántaro roto, sí. Pero nadie nos prohibió imaginar otros finales. Tal vez, en otro cuento, la lechera no tropieza. O sí, pero recoge los trozos, y los usa para hacerse otro cántaro. Porque las ilusiones, al fin y al cabo, no son promesas rotas, sino actos íntimos de resistencia.
Y jugar, aun sabiendo que no ganarás, puede ser la forma más ilusa de seguir ilusionándote.
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