
Como padre moderno, mi vida ha dado un giro inesperado. Mis fines de semana, antes reservados para la noble tarea de disfrutar de la cultura, cerveza en mano y apuntando cosas que luego se convertían en una crónica, se han transformado en maratones diurnos de cuentos, parques de bolas y, por supuesto, ese tipo de obras de teatro para niños que uno termina viendo con cara de -“esto es arte contemporáneo y no lo del MACA (modo ironía on)”-.
Una vez cada dos semanas, mis días de descanso se convierten en el escenario perfecto para que mi hija de 5 años sea la protagonista absoluta de mi asueto. Negociamos, ahora que habla, llegamos a un pacto de mínimos y compaginamos (ahora que se puede) matinales de conciertos, con cumpleaños, cuentacuentos sesudos con manifestaciones o cenas de padres, con cata de platos exóticos.
Lo que voy a escribir no es muy políticamente correcto. Porque, en general, cuando tomas la decisión de serlo se sobre-entiende que uno debe ser padre por encima de todo. Adaptarse, renunciar a parte de su vida, aclimatar su forma de diversión e incluso buscar nuevas amistades compatibles con la crianza. Pero yo no lo veo así y siento una envidia sana (y grande) de todos los que siguen pudiendo permitirse el lujo de elegir que sus sábados sean nocturnos, con música, en el teatro o partiéndose el culo con un monólogo.
El resto puede no ser consciente, porque es verdad, que esto de criar es muy cansado. Pero yo soy una puñetera agenda con patas y conozco totalmente lo que me estoy perdiendo en cada momento. Y, encima, me dedico a algo, que exige seguir, ver y envidiar, todo lo que los culturetas, teatros, salas y centros culturales de la provincia van publicando durante todo el fin de semana.
La satisfacción de ser yo el que publicaba esas cosas, hace no tanto, se ha convertido en cierta ansiedad social. Y cada vez que alguien menciona un evento, una nueva exposición o un concierto de esos de los que todos hablan, siento como si una daga se me clavara lentamente en el corazón. No puedo evitarlo.
Hoy, sin ir más lejos, tras mis pertinentes 24 horas de descanso, me he encontrado fotos de Los Estanques, los Sanguijuelas del Guadiana, Fajardo, Nat Simons, Alondra Bentley… hasta los putos Guaraná me han dado envidia. Y no te voy a engañar, me he cabreado pensando en todos esos que dicen que aquí no hay nada que hacer…. pues ¡hostia!, yo hubiera estado en 7 sitios de nada a la vez. Hoy y ayer.
Exagero, porque no tengo el don de la ubicuidad, y en realidad me he sabido adaptar a las circunstancias. Pero, también, me siento como una especie de drogadicto en pleno síndrome de abstinencia, encendiendo luces que iluminen mi cara como la de un escenario, poniendo música (aunque sea de Spotify) y navegando por Twitter a ver con quién coño puedo tener una conversación de adulto, ahora que la niña se ha dormido, por fin. Y me puedo tomar tranquilo una IPA.
Ser padre es lo más maravilloso, lo que no quita para que ni la paternidad me haya arrebatado este ansia que compenso viendo pelis, series, o leyéndome las poesías de Juan Bay. Porque eso está bien, pero me falta algo. Gente, supongo. Compartirlo, quizá. O hacer una crónica que no implique una autocrítica como esta.
En estos jodidos ratos de cruzada parental me pregunto retóricamente, cómo puede ser que algunos pudiendo, no lo hagan. Que ni se preocupen por saber lo que se pierden.
Llamadme egoísta, pero es recurrente echar de menos un tío, una abuela, de vez en cuando, que te sirvan de coartada, para escaparte dos horas a saciar esa sed relativa de vida que ni todo el hielo de Frozen puede congelar.
Soy padre, pero también soy adulto, cultural y social. Adicto al placer que las artes me generan, hecho totalmente compatible con el amor incondicional que siento por mi hija. Agradezco que proliferen los planes diurnos. Que pueda ir al Baluarte, a Cigarreras, al Claustro de Elche, al Arniches o al MACA a sentirme medrado. Siendo consecuente con el hecho de educar, negociante experto y portador de mochila con víveres que me dan margen para improvisar.
Escribo saciando mi necesidad, bebiéndome un licor fuerte, mirando el último dibujo de mi hija: Ella (con unos cascos fuxias) y yo (con cara de felicidad) en un concierto. Supongo que sirve para algo, todo ésto. Hay una parte compatible que salva un pedazo de mi necesidad, o la compensa con un amor que nunca he encontrado en las calles que ahora añoro. Sentirse vivo es un requisito. Y la vida, justamente, está en ese equilibrio que da saber amar las pocas cosas que te ayudan a que cada respiración tenga un sentido.
-¡Disfruta por mí! -escribo en treinta chats que acumulan fotos de todo lo que me acabo de perder. Supongo que a esto se refería mi madre, cuando hablaba del sacrificio de un padre. Mi versión del arte, y de la diversión, muta mínimamente. Supongo que esta angustia, se corresponde con la magia de haberlo vivido y la necesidad de querer repetirlo. Y supongo, también, que, por eso, debo pensar que la clave no es pensar en lo que me pierdo hoy, sino en lo que voy a disfrutarlo cuando pueda. Seguramente, más o menos, en una semana. Y espero que pronto, con esa a la que ahora duerme sin ser consciente del «sacrificio» que supone todo esto.
Como decía la canción: «La espera, merece la pena». Amar la cultura y ser consciente de lo que te llena, incluso cuando no puedes disfrutarla como te gustaría, también. Y te lo dice un orgulloso padre que, a veces, peca de masoquista. Pero que a pesar de todo esto, sigue prefiriendo lo que la paternidad le regala cada día.
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