Hay viernes que no se programan… simplemente, se disfrutan.
Como una personificación de un calendario de papel que se convierte en un itinerario vacío que debes rellenar con tus gustos, tu tiempo y lo que, aunque no sepa hablar, te pide tu cuerpo. Este ha sido un fin de semana de improvisaciones que han ido conformando una historia divertida, diferente, ecléctica y sabrosa.
Mi semana había sido una paleta de colores desordenada. El lunes sin pincel, el martes con un bote de agua sucia donde daba igual el color que mezclaras, porque siempre salía con un tono marrón mierda poco estimulante. El miércoles sí hubo pruebas sobre el lienzo – pero poco inspiradas – y el jueves, sí, con un montón de ideas en llamas, prendiendo el incendio de las sensaciones indescriptibles, que ¡voilà! aprietan a tus capacidades expresivas para que eso que iba a ser un cuadro abstracto se convierta en una poesía costumbrista, un amor partido, o una cazuela ávida de contenidos picantes, que acaban en un bote de cristal en el congelador.
Con esa mezcla, tu cabeza explota. Y el montaje del escenario en El Búnker, que precede al sarao «vendido» con un cartel de dos perros que se tiran pedos, se convierte en una especie de metáfora apareciendo como ese paréntesis que deja el margen suficiente para que todo pueda pasar.
Ahí, más o menos, tienes un color, un solido, una forma de estar, un acompañante perfecto, el riesgo de gozar o decepcionarte y el aderezo de todo eso que te rodea y observas minuciosamente, como queriéndolo integrar en tu parte creativa de la historia.
Ahí, la música en directo, se transforma en un salvavidas. No te lo puedes poner, ni hay indicaciones de cómo usarlo, como cuando te subes a un avión y te dan las explicaciones pertinentes de todo lo que te podría pasar, aunque nunca pase, y como deberías actuar en cada una de las posibles «tragedias» que podrían darse. (Menudo aburrimiento ¿no?)
Lo divertido de la vida es que ese control no existe (por suerte), no hay un libro de instrucciones, pero sí podemos ir sosteniendo nuestras experiencias, en la comparación, en la combinación derivada de ver, sin mirar, o viceversa. Como si los sentidos se mezclaran y tus ojos tuvieran paladar, tu oído párpado, tu boca desarrollara la capacidad de explotar con el gas de la cerveza o el cristalino con lente fuera cambiando de sitio y tu tacto, de repente, tuviera la capacidad de improvisar desde todo eso que no puede tocarse.
Fuera del Búnker quedaron el ZAS!, la rutina de la semana y todos esos supuestos científicos que no entienden de esos cambios repentinos de valor.
Dentro, Alicante en su forma más diversa y subterránea. Que se agradece, porque, en cierta manera, cada quien trae su propia semana de los cojones, su propio peso, su tono de color exclusivo y su historia por escribir.
El mundo gira —no en sentido utópico—, sino como una lavadora que limpia el ambiente con esa naturalidad algo tosca que tienen las letras de Pionera: costumbristas, metálicas, sin filtro, con un tono sepia, de power trío de los 90, que parece sacado del asentamiento de una fotografía analógica que pronto se convertirá en un disco nuevo de 10 temas.
Las canciones, como tal, no buscan salvarte de nada, ni de nadie.. sino acompañarte mientras ardes por dentro y te preguntas dónde queda el hardcore cuando las novedades se sumergen en ese segundo trago de cerveza que, aunque no detone… ¡booom! … sabe a gloria.
La banda, recién llegada de un viaje por el mundo que les ha sentado de maravilla, suena más sólida, más redonda. Se nota el rodaje, el hambre de escenario y esa calma que solo se tiene cuando sabes que lo que haces tiene sentido. Y Héctor Bardisa, desde la batería, es un espectáculo aparte: precisión, intuición y ese golpe justo que sostiene todo sin robarle protagonismo a ninguno de los dos aderezadores del espacio sonoro que hay montado en el escenario.
Antes del concierto habían confluido charlas, presentaciones y un documental sobre Juana Francés —que dejé a medias, con cierto remordimiento—. Todo no se puede, pero de alguna manera hay una forma de encajar en un mismo gesto: la resistencia cultural, la necesidad de decir estamos aquí, aunque el eco, muchas veces, tarde en devolverte la resonancia.
El descanso entre conciertos no es tal, porque hay algo en el silencio que perturba tu capacidad de atención. Y cuando suben los Sinks, no tengo una veleta a mano, pero, de alguna manera… el aire cambia.
Hay algo en su sonido —esa guitarra que viaja, también, a los 90, pero en otra escala. Como si fuera posible viajar a una Checoslovaquia que ya no existe— que no busca nostalgia, sino refugio. Una trinchera hecha con una pantalla de distorsión, de ese ruido que, curiosamente, ordena las cosas.
La guitarra evoca a los Pixies, la bajista podría haber sido Krist Novoselic con bragas; pero no se trata de copiar, sino de reencarnar, de hacer presente algo que parecía olvidado, que entonces llamábamos grunge, ahora noise, y… bueno, todas esas etiquetas y comparaciones con las que nunca nos pondríamos de acuerdo.
La suerte es que se llame como se llame, el sonido en si, persiste y de alguna manera te recuerda que lo alternativo sigue siendo necesario porque aún hay demasiado silencio fuera y demasiado ruido indefinible cruzando tu cabeza como un pincho que nunca acaba de clavarse en un sitio concreto de tu obra inacabada.
Ahí, en las diferentes incisiones de lo que conversas, lo que callas, lo que disfrutas y sientes… estoy yo, reflejado en el techo de cristal, visible, con la semana en los hombros, el cuerpo pidiendo algo que no sé si es libertad o simplemente aire… en otra conversación que no puedo tener, o en un vuelo para el que se me ha olvidado el chaleco, la mascarilla y el tobogán.
Lo que sí tengo una reminiscencia distinta del deseo y la diferencia de lo que suena en casa cuando pones el «born into this only to get through this» y en lo que se transforma cuando te desgarra en directo.
No sé de dónde saca Amistat a estas bandas, pero son un puto lujo, por su directo, y por lo que, al menos, para mí, supone en ese trampolín a ciegas al que me subo cada viernes. Esa balanza entre lo que fuiste de lunes a jueves y lo que podrías ser si te dejas llevar por el ruido correcto.
La gente recuerda dónde estuvo el 11S, el 11M… y, a veces, habría que no olvidar tampoco dónde estuviste un viernes cualquiera como este. Porque en noches como esta, en un sótano con patio de Alicante, con resaca aún del Funtastic, de la Dana y de otras cosas… Sinks y Pionera consiguen que el mundo gire a su modo, algo se acomoda Y no a mí, sino que supongo que le pasa a las 40 o 50 almas que buscan algo diferente para poner en valor su existencia.
Seguramente, por eso, el ruido tiene sentido. El color que tanto te costaba elegir ayer, por fin, también lo tiene. Y permite que el resto de tu noche, el surrealismo te agasaje, y acabes en un ensayo del «The Rocky Horror Picture Show» que – por cierto – agotó entradas para sus dos pases de la noche de Halloween, disfrutando de compañías extraordinarias que te regalan conversaciones diferentes y ebrio de alcohol, de amor, de admiración y de muchas otras cosas, que, en el fondo son el fin por el que sales, te arriesgas y, si te dejas… hasta, echando de menos cosas… disfrutas.















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