
Las calles de Alicante aún guardan algo de la tibieza cuando llueve. Es extraño pasear por sus calles con paraguas. Que huela a Petricor. Que las marabuntas habituales desaparezcan y dejen una especie de camino amarillo de Oz, que lleva hacia la puerta del Impulso Heroico y la Dimensión Insondable.
Ya dentro, la penumbra te recibe para la promesa cumplida de un concierto íntimo, de esos que no necesitan grandilocuencia para ser memorables. Fee Reega y The Psychophonic Mexican estaban a punto de recordarnos que la música no sólo se escucha, también se habita. Y del resto nacen hilos conductores que escriben 40 historias diferentes de la que esta solo es una cuarentava parte.
En esta ciudad de pasos acelerados y vínculos efímeros, donde la rareza aún busca su refugio, conciertos como este, que organizaba el colectivo Amistat, son una necesidad, un respiro, un recordatorio de que aún hay espacio para compartir sensibilidades comunes – que no compartidas-. Fee Reega, con su voz que oscila entre la dulzura y el desgarro, sabe convertir la simpleza en algo visceral. Su costumbrismo es descarnado, directo, sin ornamentos innecesarios. Y en esa crudeza hay una verdad que nos conecta con lo que nos rodea, para devolvernos un matiz olvidado de nosotros mismos.
No hace falta entender cada palabra de sus canciones, ni fumar heroína, ni beberse un tequila – o sí – para sentirlas en la piel volviéndose gallina, mientras reinterpretadas con tus vivencias te reconoces en el espejo que refleja la biblioteca de tu historia personal.
The Psychophonic Mexican, antes, había traído consigo esa atmósfera fronteriza del Raspeig, el eco de un alegato de paternidad, el «dándole vueltas» que nunca para, la parte abysal de su existencia y la certeza de que la música es un puente entre mundos de historias ficticias de cuatro cabezas. Se echaba de menos esa presencia semi-pesimista de cabeza baja, que más que un complemento, fue una sinergia perfecta con la propuesta de después.
Ambos comparten ser de ese tipo de músicos que, sin estridencias, logran crear un espacio donde la experiencia tiene un sentido, donde el tiempo se detiene, justo lo necesario, para recordarnos por qué seguimos buscando la adicción en estos momentos. Porque nos empeñamos en necesitarlos y en encontrarlos. Porque deseamos que se repitan y cómo podemos tocarlos, interiorizarlos, besarlos (sin usar los labios) o cortarles la cabeza, sin estar en Varsovia.
Aquí, donde la lluvia es un acontecimiento raro, la música se encargó de poner el gris necesario para darnos tregua del ruido cotidiano. No el gris del tedio, sino el de la introspección, el de la emoción contenida del resguardo que encuentra su cauce en las notas y las palabras.
Porque, a veces, es necesario dejar de ser lobos errantes por un rato, bajarnos de ese tren que nos lleva a toda velocidad a ninguna parte, y simplemente escuchar la pausa.
Esta especie en peligro de extinción, que aún no tiene uno de esos nombres científicos en latín – tipo Rarus alicantinus- se bifurcó, ya sin música, entre el humo de tabaco y conversación de Lis en el tejado de la azotea, y una improvisada degustación de hamburguesas mezclando conversaciones cruzadas de barrios devoradas con ese placer de sentirnos inobservados y exhibicionistas a partes iguales.
Fuera, al salir, todo seguía igual. En su sitio. Con el suelo mojado, con la nocturnidad, las sombras y la alevosía típica de un sábado. Una celebración pendiente en un lugar donde la sensibilidad no es un capricho, sino una forma de estar en el mundo.
Alicante forma parte de él. Gira con él y lo cambiamos nosotros, con nuestra forma de disfrutarla. Lo bueno es que de esto hay 40 versiones diferentes de ese después. Las de los 40 asistentes y sus digestiones sensibles.
Y este sábado, la historia, aunque diferente, vuelve a tener dos nombres (Pena Máxima y Fajardo), en otro sitio oscuro (La Caja Negra de las Cigarreras) al que solo le falta tu presencia y tu aparato digestivo:
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