
Dos mil investigadores han firmado una carta abierta contra el gobierno de Donald Trump denunciando que está desmantelando la ciencia en Estados Unidos. No es que esto sorprenda demasiado: si algo ha dejado claro esta administración es que los hechos objetivos tienen menos valor que una teoría de la conspiración bien narrada. ¿Que la ciencia demuestra que el cambio climático es real? Se recorta la financiación. ¿Que las vacunas salvan vidas? Se presiona a los investigadores para que «replanteen» sus estudios. ¿Que la comunidad científica quiere trabajar sin miedo? Pues que busquen otro país.
Y ahí es donde Europa debería empezar a preocuparse. No porque la comunidad científica estadounidense se desmorone, sino porque, en lugar de aprovechar la oportunidad y convertirnos en el refugio mundial de la investigación, aquí seguimos obsesionados con invertir en seguridad entendida como más policías, más armas, contra-aranceles y más muros. Porque, claro, la paz y la estabilidad se consiguen con cañones, no con educación, sanidad o avances científicos que eviten crisis futuras.
La carta de los científicos es clara: la administración Trump está recortando fondos, despidiendo a investigadores, censurando hallazgos y eliminando el acceso público a los datos. Todo esto está llevando a la fuga de cerebros. Científicos españoles que habían emigrado a EE.UU. en busca de oportunidades ahora comparan la situación con la Alemania de los años 30. No parece un halago.
Mientras tanto, la respuesta internacional es tibia. ¿Dónde están las estrategias europeas para atraer a estos investigadores expulsados por la ideología? ¿Dónde está la voluntad de liderar el futuro de la ciencia global? Lo que sí tenemos claro es que los presupuestos de defensa siguen subiendo. Porque no hay problema que un buen arsenal no pueda solucionar, salvo quizá las pandemias, el cambio climático, la crisis energética, el envejecimiento poblacional y cualquier otra cuestión que requiera… ciencia.
Estados Unidos está echando a sus científicos y Europa, en lugar de abrirles las puertas de par en par y decir «venid, aquí se investiga sin miedo», sigue distraída con su eterna obsesión por la seguridad basada en la fuerza. ¿Y qué es más seguro que vivir en una sociedad avanzada, con una sanidad puntera y con avances tecnológicos que minimicen los conflictos antes de que empiecen? Pero no, mejor comprar más tanques.
El siglo XXI está dejando claro que la seguridad real no viene de la acumulación de armas, sino de la capacidad de adelantarse a los problemas. Pero en esta carrera, Europa sigue apostando por la pólvora en lugar del conocimiento. Mientras tanto, los científicos seguirán buscando un lugar donde puedan trabajar sin temor a que sus estudios se conviertan en objetivos políticos. Esperemos que cuando se decidan por otro destino, no tengamos que preguntarnos por qué el viejo continente sigue quedándose atrás.
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