
En los últimos días, hemos sido testigos de dos eventos que, aunque en contextos distintos, revelan una preocupante constante en nuestra sociedad: la hipocresía institucional y la falta de coherencia en la defensa de principios éticos.
Por un lado, la reciente sentencia contra Luis Rubiales, expresidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF), por el beso no consentido a la futbolista Jenni Hermoso durante la celebración del Mundial Femenino de 2023, ha generado una avalancha de reacciones.
Rubiales ha sido condenado a pagar una multa de 10.800 euros y una indemnización de 3.000 euros a Hermoso por agresión sexual, además de una orden de alejamiento de 200 metros durante un año. ¿Es suficiente? No, porque fue absuelto del delito de coacciones, a pesar de las evidentes presiones ejercidas para que Hermoso cambiara su versión de los hechos.
La ministra de Igualdad, Ana Redondo, ha enfatizado que «un beso no consentido es una agresión sexual». Y es ahora cuando, seguramente, muchos estemos echando de menos los ovarios de Irene Montero yendo un paso más allá de asumir este mínimo pautado que sí, ha puesto sobre la mesa debates objetivos sobre el consentimiento y eliminará de las opciones de ese jefe machista de manual, la mala idea de aprovecharse de determinadas situaciones. Aunque todavía queda un larguísimo camino por recorrer.
Justo el día que se publica la sentencia, sale a la luz el caso de Juan Carlos Monedero, cofundador de Podemos. Como Errejón hace unos meses, el exlíder de la fundación morada ha sido objeto de controversia debido a acusaciones de irregularidades financieras y posibles conflictos de interés. Sin embargo, la cobertura mediática y la respuesta institucional han sido notablemente más tibias en comparación con el caso Rubiales. Esta disparidad en la reacción pública y oficial pone de manifiesto una doble vara de medir cuando se trata de figuras políticas afines al establishment.
Es evidente que términos como «consentimiento», «protocolo» y «respeto» han ganado protagonismo en el discurso público. No obstante, su aplicación práctica sigue siendo selectiva y, en muchos casos, oportunista. Mientras que en el caso Rubiales se ha hecho hincapié en la necesidad de establecer límites claros y sancionar conductas inapropiadas, en situaciones como la de Monedero, las instituciones parecen mirar hacia otro lado, minimizando o ignorando comportamientos cuestionables.
Esta incoherencia no solo socava la confianza pública en las instituciones, sino que también envía un mensaje peligroso: la justicia y la ética son flexibles y dependen de quién sea el implicado. Si realmente aspiramos a una sociedad más justa y equitativa, es imperativo que las normas y principios se apliquen de manera uniforme, sin importar la posición o afiliación política del individuo en cuestión.
En conclusión, aunque hemos avanzado en la incorporación de conceptos fundamentales en nuestro lenguaje cotidiano, queda un largo camino por recorrer para que estos se traduzcan en acciones coherentes y justas. La verdadera prueba de nuestro compromiso con la ética y la justicia radica en nuestra capacidad para aplicarlas sin sesgos ni favoritismos.
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