
El Congreso de los Diputados se ha convertido en un teatro de monólogos ensordecedores, donde el debate ha sido sustituido por una sucesión de frases prediseñadas para el clickbait. Hay contadas excepciones, como la ironía de Gabriel Rufián, el perspicaz Aitor Esteban o la claridad analógica de Oskar Matute, pero la mayoría del resto de intervenciones parecen vacías, previsibles y carentes de verdadera oratoria política. Un desfile de discursos prefabricados, carentes de profundidad y plagados de referencias superficiales pensadas más para titulares que para la acción real.
Alejados de la actualidad social, sorprende enormemente la poca calidad retórica de quienes, con sueldos elevados, una pantalla que podrían utilizar de telepronter y tiempo suficiente para preparar sus intervenciones, ofrecen discursos que más parecen arengas populistas sin fundamento que propuestas concretas. De convencer o dialogar… poco.
La izquierda a la izquierda, aparece siempre enfadada, incapaz de articular un relato que no esté impregnado de una indignación que de tanto repetirse pierde parte del mensaje.
La derecha, por su parte, opta por la estrategia del miedo, pintando escenarios catastróficos sin aportar soluciones reales.
Y en el centro vacío (que no a la izquierda), los socialistas parecen más preocupados por escudarse ante los ataques que por desarrollar una dialéctica convincente. Todo termina reduciéndose a un ineficaz “y tú más” que ciertos medios de comunicación reciclan en un aburrido bucle de desinformación.
Lo más preocupante es la falta de respeto en el hemiciclo, un reflejo de la polarización extrema que domina la sociedad y, en especial, las redes sociales. Los diputados no parecen interesados en escuchar, sino en hablar más alto que el adversario. No hay argumentación, ni interés de acuerdo… sólo descalificación. Y obviamente, la voluntad de entendimiento es una utopía que se convierte en un afán constante por erosionar al contrario.
La política ha dejado de ser el arte de la negociación para convertirse en un espectáculo donde importa más la puesta en escena que el contenido. Y eso sumado a que el ciudadano, parece acostumbrado y sin ganas de exigir, nos da como resultado la más absoluta mediocridad.
Y eso, en un país lleno de diversidad, que enfrenta desafíos serios, desde la crisis económica o el precio de la vivienda, hasta el cambio climático o la conciliación, lo mínimo que se esperaría de sus representantes es que elevaran el nivel del debate.
Pero, en lugar de ello, asistimos a una degradación constante del discurso público, donde la oratoria es pobre, la confrontación estéril y el respeto inexistente. Y lo peor de todo es que la ciudadanía, acostumbrada ya a este circo parlamentario, parece haber dejado de esperar algo mejor, o peor, se contagia de esta dinámica, convirtiendo la convivencia en una especie de guerra de titulares que se libra con los ojos fijados en una pantalla, en lugar de lo que pasa por delante.
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