Como hace unas semanas nos pasó a los mayores, hoy son los niños y las niñas las que balbucean con pereza, se limpian las legañas y asumen, a regañadientes, la realidad de retomar la rutina de los madrugones, los recreos y los horarios fijados de la monotonía.
Muchos abuelos respiran sabiendo que su «jornada laboral» se reduce, los padres también dejan de tener quebraderos estivales para cambiarlos por la elección de extraescolares, el gasto en libros, la duda entre lo público y lo concertado, la preocupación porque renacuajos tengan que pasar horas pasando frío (y calor) en los barracones, las dudas sobre las capacidades (y el interés) de los profesores…
Ya sabéis, lo de todos los años: Rovira y el trilingüismo, los interinos y sus pancartas, las AMPAS y sus exigencias de educación que deberían traer aprendida de casa, la falta de plazas en las escuelas infantiles, la jornada partida, las clases de refuerzo, la religión, los exámenes, la desigualdad, abrir los centros más tiempo… o lo más importante: La conciliación, concebida desde un prisma en el que parece que lo normal sea tener cuatro abuelos, dos sueldazos y varios tíos implicados que, de vez en cuando, recogen a las criaturas. Pero no siempre es así.
Hay maravillosas excepciones, la mayoría de las veces provenientes de la implicación de los profesores de la escuela pública. Si ellos tuvieran la voz que merecen y las decisiones se tomaran desde la realidad del aula hacia la política y no al revés, otro gallo nos cantaría. Pero, como en la sanidad, o en la cultura, así está la Educación hoy en día: llena de precariedad, estancada por falta de medios, preocupada por domar conejillos de indias, acumulando protocolos para dejar de crear robots, dando horas de libertad a los padres y estresando a voluntariosos profesores que acaban desistiendo de sus intenciones iniciales por falta de medios, o peor: de tiempo o de espacios. Nunca de implicación.
Más o menos, lo mismo que vivía yo los días 10 de septiembre cuando era un crío ¿Qué ha cambiado? nada, bueno matices que no suponen nada. Todo sigue calificándose, como si no hubiera matices más importantes que una nota. Ya no te meten hostias cuando te equivocas y la solidaridad, la amistad y las ganas de cambiar el mundo han dado paso al bullying, Halloween, la ropa de marca, la tele y Disney. Pero, en el fondo, sigue siendo lo mismo. Una búsqueda de equilibrios entre la realidad que cada uno vive en su casa, trasladada a un mundo que no siempre nos pintan de la manera real que deberían.
Tal vez deberíamos replantearnos para qué existen realmente las escuelas, que se enseña en ellas, qué importan determinadas materias ahora que existe San Google, que carencias tiene, si es más importante el inglés que el valenciano, o si es una cuestión de que estas nuevas generaciones amen más lo que les rodea de lo que la mayoría de adultos de aquí lo hicieron nunca.
A mí la escuela me enseñó a vivir, a adaptarme a la sociedad. Pero también estuvo a punto de convertir placeres como la lectura en una obligación o el deporte en una competición. Me enseñaron miles de cosas sin aplicación práctica en la vida, me hicieron competitivo en vez de solidario, me hicieron perder el tiempo incitándome a ser mayor, cuando para eso ya hay un factor llamado tiempo que te alecciona cada día. Me hicieron creer que la vida era un examen que se aprobaba con reglas de tres, fueron premiando mi adaptación hasta que los títulos acabaron de convertirme en uno más.
Y después, llegó la vida real, a enseñarme a olvidar todo lo aprendido para empezar de cero otra vida muy diferente a la que me pintaron: con fracasos, con hostias, con la precariedad de los barracones trasladada a mi cuenta corriente, con momentos malos, ratos feos, situaciones torcidas sin respuesta válida de examen, sin propiedades asociativas, ni ecuaciones de segundo grado, ni filosofía, ni hostias.
La vuelta al cole es como el día de la marmota. Un dejavú de ideas a discutir. La vocación frustrada que renace cada mes de septiembre. La competición estandarizada por encontrar al niño más guapo y más listo… justo el que, normalmente, acaba siendo el más fracasado, porque este mundo no le ofrece los suficientes alicientes. Si lo pensáis fríamente, os pasará como a mí, que de 15 años metido en el sistema educativo, sólo 2 o 3 profesores os habrán marcado realmente. Y esa marca, aparte de por vocación, llegará por algún tipo de empatía o relación entre lo que estabais viviendo y lo que ella, o él, os aportó.
Por eso, son tan importantes la creatividad y la (auto)crítica… un cambio en ciernes que nunca llega. Pero eso lo argumenta mejor este vídeo, en inglés (para que se nos vayan los complejos.)
PD. Si preguntas a la gente sobre el estado de la educación, el CIS valora la educación como lo mejor que tenemos. Irónicamente, también respondemos a la encuesta diciendo que a la educación le falta inversión. Es una percepción de la gente que lleva a sus hijos al colegio todos los días.
El sistema, como el sanitario, está al límite. Pero funciona. Y lo haría mejor si los recursos invertidos fueran los que tienen que ser.
PD2. Los profesores están de acuerdo con ello.
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