
Hay días en los que el reloj sigue marcando las horas, pero uno ya no sabe muy bien para qué. No porque haya ocurrido una gran tragedia, ni porque el mundo se haya detenido, sino porque de pronto —en un lapso breve e inexplicable— se han evaporado personas que, si bien quizá no eran cruciales, estaban presentes. Y esa presencia, constante y cotidiana, acaba por hacer mella cuando desaparece.
Durante los últimos diez días, he perdido a varias personas. No se han muerto, pero han dejado de estar. Y lo que más me llama la atención, es que todas lo han hecho de esa forma contemporánea tan cruel y aséptica en la que ahora parece normal desaparecer: sin explicaciones, sin despedidas, sin una última conversación. Gente que, sin ser íntima, ocupaba un espacio en mis días. Personas con las que compartía cafés apresurados, cervezas sin urgencia, conversaciones livianas pero cálidas, silencios cómodos o incluso estrés compartido. Y todo eso, hoy, se ha ido sin dejar huella más allá de mi propia memoria.
Resulta desangelante constatar que en este tiempo líquido que vivimos, las conexiones humanas parecen tener fecha de caducidad oculta. Que alguien con quien hablabas ayer pueda bloquearte hoy como si nunca hubieras existido. Que lo que fue habitual, casi ritual, se borre de un plumazo. Como si las rutinas compartidas no significaran nada. Como si los vínculos fueran un mero entretenimiento de temporada.
Nunca he entendido los bloqueos. Nunca he sabido forzarme a hacer cosas que no quiero. Supongo que por eso me cuesta aceptar que los demás sí lo hagan, y encima sin ningún tipo de explicación. Quizá tengo un problema con los finales bruscos. Quizá soy, como algunos me dicen, un nostálgico incurable. Pero no puedo evitar echar de menos incluso a las personas que ni siquiera conocía, pero que me acompañaban en los trayectos del Tram o coincidían conmigo en la esquina del café. Imagínate entonces lo que pasa cuando se esfuman aquellos con los que compartías días enteros.
Asumo —porque ya me ha pasado— que la vida tiene ciclos, que todo se mueve, que los trabajos se acaban, los bares cierran y las estaciones cambian. Pero hay algo en esta manera actual de irse sin avisar, de desaparecer sin ruido, que me deja una herida pequeña y persistente. No es dolorosa del todo, pero escuece como cuando te frotas una cicatriz sin querer y recuerdas cómo llegó hasta ahí..
Seguramente mañana será otro día. Y seguramente vendrá gente nueva, con sus conversaciones, sus horarios, sus propias rutinas. Pero hoy, solo hoy, dejo que me duela un poco. Porque me niego a creer que todo sea tan fácil de olvidar. Porque por más resignación que uno quiera imponerse, sigue habiendo algo que se resiste dentro: la memoria viva de quienes estuvieron, aunque solo fuera un rato.
Dicen que nadie recuerda ni los zapatos que gastaste, ni los dolores de pies que sufriste. Que lo único que queda es tu huella. La verdad, a veces me pregunto como se vería esa huella si mañana fuera yo el que ya no está.
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