
Nos lo han ido quitando poco a poco, como quien saca ladrillos de un muro con la esperanza de que nadie note el derrumbe hasta que ya sea demasiado tarde. La educación y la sanidad pública siguen ahí, sí, pero cada vez más acorraladas por la privatización encubierta, por el desvío de fondos públicos a empresas que hacen de la salud y del conocimiento un negocio.
Mientras esto ocurre, otro pilar del Estado de bienestar, los servicios sociales, ha sido prácticamente erradicado del discurso político, mediático y social. ¿En qué momento aceptamos que el bienestar de una sociedad solo se mide en términos de hospitales y escuelas? ¿Cómo hemos dejado fuera de la ecuación a quienes más necesitan apoyo?
Los servicios sociales han pasado de ser una pieza fundamental de la democracia a convertirse en un estorbo presupuestario. No llenan tertulias televisivas, ni acaparan editoriales en los periódicos, porque lo social, por desgracia, no vende, no es rentable ni genera titulares vistosos. Pero aunque nos neguemos a aceptarlo, esa ayuda, solidaridad, bien común o como quieras llamarlo, es el cemento que une a una sociedad. Hablamos de ayudas a la dependencia, de protección infantil, de atención a personas en situación de exclusión, de asistencia a mayores sin recursos, de programas de integración laboral. Todo eso ha sido marginado, reducido a cifras que desaparecen con la frialdad de un presupuesto menguante.
Este abandono tiene consecuencias graves. Sin servicios sociales, la brecha de desigualdad se ensancha, los problemas de exclusión se cronifican, la pobreza se hereda y la fractura social se vuelve insalvable. Pero lo más peligroso es el discurso que va calando, ese que criminaliza la pobreza, que convierte la necesidad en sospecha, que hace que la gente mire a otro lado cuando ve a alguien sufriendo, porque «algo habrá hecho para estar así». Este imaginario de prejuicios es un veneno para la democracia, porque rompe el pacto social y nos convierte en una sociedad que desprecia a los más vulnerables en lugar de protegerlos.
Una democracia sana no puede permitirse esta dejadez. No basta con hablar de sanidad y educación como si fueran los únicos pilares del bienestar. Necesitamos una sociedad que garantice la dignidad de todos, que no olvide que los servicios sociales son el escudo contra la injusticia, la herramienta para recomponer desigualdades y la base para una convivencia equitativa.
Nos han ido robando poco a poco y ni siquiera nos hemos dado cuenta. Y lo peor es que, si no reaccionamos, terminarán por convencernos de que nunca nos perteneció. Y, encima, lo llamarán libertad. ¿A que te suena?
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