
by Padre primerizo.
Ay, el Día del Padre ¡Qué emoción!. Esa efeméride que aún sobrevive entre desayunos a la cama (si tienes suerte), manualidades escolares hechas con más entusiasmo que destreza, y felicitaciones apresuradas entre reuniones de Zoom. Pero, seamos honestos: ¿de verdad necesitamos un día para celebrar lo que ya es un premio diario? ¡Ja! Ser padre en estos tiempos es un verdadero privilegio. Una experiencia intensa, enriquecedora y, por qué no decirlo, completamente agotadora.
Atrás quedaron los tiempos del padre distante, de pocas palabras, ese misterioso personaje que, como el mío, llegaba tarde del trabajo y era convocado únicamente para resolver ecuaciones de álgebra o para decidir si alguien estaba en «graves problemas». Hoy, ser padre es otra cosa. Desde el mismo día del parto —o mejor dicho, desde el primer trimestre de embarazo, porque también opinamos sobre el color del cochecito, vamos a las clases de preparación al parto y testamos la temperatura exacta del agua del baño— no parimos (de momento) pero estamos allí, hombro con hombro, dispuestos a orientar, proteger y mimar.
Con total orgullo e implicación, nos hemos convertido en expertos en desarrollo psicológico, emocional y social. En guías espirituales del bienestar infantil. En cómplices de juegos, proveedores de abrazos, y, cuando toca, en mediadores de disputas por quién tiene el control del mando de la televisión, que es lo bueno de ser 3 (el segundo no me lo puedo permitir por sueldo y por edad). Ya no hay diferencias entre los roles de padre y madre: ambos cambiamos pañales, preparamos purés, aprendemos canciones infantiles de memoria y lloramos en los festivales escolares como si fuera el estreno de una película de Amenábar.
Lloramos, sí. Porque el padre moderno no teme mostrarse tal como es. Nos emocionamos cuando nuestro hijo da su primer paso – porque estamos -, cuando nos dice «te quiero» sin que se lo pidamos, cuando nos miramos en el espejo y nos damos cuenta de que llevamos puesta una camiseta con manchas de papilla y una ojera que parece patrimonio de la humanidad. Pero no importa, porque hemos aprendido a valorar cada instante con ellos. Disfrutamos de los tiempos que tenemos juntos, porque sabemos que se irán demasiado rápido. Aunque no niego que empiezo a desear que el proceso se acelere.
La baja por paternidad es otro de los grandes avances de nuestra época. Porque, ¿qué sentido tiene implicarse en la crianza si no puedes estar ahí desde el primer día? ¡Atrás quedó la excusa de «no me dejan faltar al trabajo»! Ahora, nos permiten ausentarnos durante unas semanas para dedicarnos plenamente al maravilloso arte de no dormir, pasear y descubrir, con asombro y desesperación, cuántos llantos distintos puede producir un recién nacido.
Así que no, no necesitamos un Día del Padre. Porque ser padre hoy es un regalo constante. Un aprendizaje sin fin. Una aventura agotadora, sí, pero también una que no cambiaríamos por nada en el mundo. Aunque, si nos traen el desayuno a la cama, o nos regalan otro Picasso, tampoco nos vamos a quejar. Y, por el día libre, tampoco. Que el cansancio también forma parte de esto.
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