
Durante siglos, nos han enseñado a asociar el “buen tiempo” con un sol radiante, cielos despejados y temperaturas que incitan a vestir manga corta en febrero. ¡Qué maravilla, dicen algunos, desayunar en una terraza mientras el asfalto empieza a soltar su primer suspiro de calor del año!
Pero he aquí la paradoja de nuestro presente: ese «buen tiempo» está a punto de cocernos vivos.
En plena cuenta atrás hacia el enésimo verano sahariano, donde las chicharras piden la baja por estrés térmico y las playas parecen sartenes, tal vez deberíamos replantearnos los términos. Igual ver nubes negras en el horizonte, sentir frío en abril o que caiga una buena granizada no es tan mal presagio como nos habían vendido. Quizá, en esta nueva escala de valores climáticos, la lluvia debería levantar aplausos y el granizo, ovaciones cerradas.
Porque, con o sin sayo, cada día soleado en mayo es un día menos de agua en los pantanos. Cada «qué gustito de calorcito» es un pequeño clavo más en el ataúd de nuestros bosques. Cada «¡qué bien que no llueva!» es un brindis anticipado por una cosecha arruinada y otra generación de uvas que mutarán directamente en pasas.
Es curioso: antaño, los campesinos miraban al cielo rogando lluvia para salvar sus campos. Hoy, nosotros rogamos sol para no estropear el brunch del domingo. Y aquí seguimos, celebrando el «buen tiempo», ajenos a que lo que antes era fiesta, hoy empieza a sonar a sentencia. Pero tranquilos: siempre podremos hacernos selfies en la terraza mientras el último charco se evapora.
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