
Parecen inofensivos esos cinco minutos más en la cama que el común de los mortales nos dedicamos entre la primera y la segunda alarma del despertador. Un pequeño regalo antes de enfrentarnos a otra repetitiva jornada de vida. Pero, pensado fríamente, lo que no sabemos al pulsar el botón de posponer la alarma, es que esos cinco minutos son el detonante de una reacción en cadena que nos hará correr el resto del día. Y así, sin darnos cuenta, pasamos la jornada a contrarreloj, prisioneros de una decisión que tomamos medio dormidos.
Cinco minutos más en la cama significan no disfrutar del hecho de ducharte. Engullir el desayuno privándote de la calma que da degustar una tostada y salir de casa con prisas como si un incendio nos fustigara.
El atasco que podrías haber evitado sigue devorando el tiempo. La velocidad a la que ahora conduces, intentando recuperar lo irrecuperable, se traduce en un riesgo innecesario, una multa potencial o, peor aún, un accidente, como el que ves a tu izquierda sin pensar que tú podrías ser el que espera con su chaleco fosforito en la cuneta. ¡Qué suerte estar parado! – piensas. Pero aunque llegues al trabajo sin contratiempos, lo haces sin haberte tomado el necesario café con calma, con el pulso acelerado y la mente dispersa.
En las reuniones, tu expresión lo dice todo. La desconexión con los que sí se han levantado a su hora es evidente y el informe que debes entregar tampoco va a salir como debería. La calidad se resiente, y esa sensación de ir siempre a destiempo se arrastra hasta el almuerzo, que ahora es tardío y atropellado. Comes mal, de prisa, sin saborear nada. Y de nuevo, a correr.
La jornada no mejora. Llegas al colegio de tu hija al límite, sudando aunque hace frío. En lugar de abrazarla y preguntarle por su día, cambias la conversación, por un ceño fruncido en la consciencia de que son las 17.00h y no tienes más ganas de conducir.
La dejas en sus actividades extraescolares, sin el segundo beso que le debías haber dado… y, en lugar de aprovechar ese tiempo para algo productivo, te ves rehaciendo otro informe que, con la cabeza despejada, habrías terminado a la primera.
Vuelta a la academia de Ballet. Hoy no vas a estudiar inglés, ni a leer la prensa. La cena es improvisada, la rutina nocturna se torna caótica y, cuando por fin puedes desconectar, ya es demasiado tarde. Necesitas cuarenta minutos de descanso mental, pero solo tienes cinco. Y así, con el cerebro agotado, te vas a la cama demasiado tarde, sellando el destino del día siguiente. ¡Huele a dejavú!
Repetimos este ciclo una y otra vez, sin darnos cuenta de que el problema no está en la falta de tiempo, sino en nuestra incapacidad para gestionarlo. Porque esos cinco minutos que regalamos al sueño matutino, no son un lujo, sino un impuesto que nos cobra el resto del día con intereses.
Quizá la solución esté en un cambio de mentalidad. No en despertar antes, sino en acostarse a la hora correcta. No en exprimir el sueño hasta el último segundo, sino en respetar el tiempo de descanso real. No en correr para alcanzar el reloj, sino en aprender a que la hora no te mediatice, porque es evidente que compensa hacer las cosas bien, en lugar de pensar que las estás haciendo tarde.
La próxima vez que suene el despertador, disfruta tus cinco minutos y las otras 12 horas que tienes por delante. Ninguna «obligación» es más importante que eso. Más que nada, porque el estrés quita tiempo de vida. No cinco minutos, precisamente. Por lo que conviene tomarse las cosas con filosofía, porque correr no te hace llegar antes.
Deja una respuesta