
Todos aquellos que somos especialistas (secundarios) en buscarle 3 pies al gato, damos cierta impresión de seriedad que no se atiene a lo que somos realmente, porque en la cáscara invisible de la apariencia, no mostramos ciertas aptitudes graciosas sólo para gente con dotes expertas para eso que llaman humor inteligente.
En realidad, yo, envidio a los satélites de carcajada fácil. Los que no requieren de ironía o sarcasmo para mostrarte sus dientes. Los que se conforman con Los Morancos sin ser andaluces o, incluso, a los que se parten la caja con las españoladas del siglo XXI y las naderías que, últimamente, ha llevado al cine Santiago Segura, entre otros.
Los envidio, de veras. Porque viven en la bendita ignorancia de no necesitar más. En ese seudo-nirvana del humor accesible y la risa enlatada que no requiere de indicación precisa, contexto, ni alcohol de alta graduación, para saber cuando activarla. Ellos, sin necesidad de dobles lecturas, sin el riesgo de que la carcajada venga acompañada de una reflexión.. se ríen. ¡Qué maravilla!
Por desgracia, los que tenemos la mala costumbre de pensar mientras nos reímos, sufrimos esos comentarios vacíos como un momento incómodo. Como si esto fuera una cuestión de clases y, para variar, tener cultura sí que fuera un motivo para mirar por encima del hombro a quien no lo pilla ni con explicación.
Un refinamiento hiperbólico sumado a un esnobismo tragicómico donde la risa tiene más de epifanía que de reflejo condicionado por una respuesta biológica. No sé si te ha pasado alguna vez, tener que mirar para abajo para que la gente no intuya que a ti, sin parte filosófica, ni poso, lo que está diciendo este tipo que la media tilda de gracioso, no te hace ni puta gracia. ¿Dónde coño se ha dejado el retrogusto de la sátira? – pienso-. ¡Mierda! si no pensara… me parecería un chiste, pero, soy exigente (que no serio). Y esto más que cómico, me resulta aburrido.
Hace un tiempo, di con la horma de mi zapato. Un ciclo de pelis como «Un funeral de muerte», «La cena de los idiotas», «el astronauta» o «La vida de Brian». Como casi todo lo relacionado con el cine, hoy en día, fue minoritario… pero fíjate por donde, di con cómplices del sarcasmo que huyen de chistes reciclados y fórmulas manidas.
Porque hay algo exclusivo en el humor inteligente. No es que quienes lo disfruten sean mejores –faltaría más–, pero sí son menos. Es un club selecto y reducido, no porque haya lista de espera, sino porque, irónicamente, y por sociología primitiva – supongo- pocos tienen la paciencia de quedarse.
Reírse de uno mismo es el primer requisito de entrada, y ahí es donde se caen la mayoría. Porque esto tiene cierto punto de «looserismo». La ironía es un espejo cruel y hay que soportar el reflejo sin romperlo de un puñetazo.
Y luego hay muchas otras cosas, que, curiosamente, cuadran con el arte, el tipo de cenas y aperitivos que te gustan, un feedback de libros y series que cuesta encontrar en el mundo de los influencers mainstream… y bueno, afinidad, que aunque se nos pase desapercibida más veces de lo debido, para el humor y otras cosas, es más que necesaria.
Así que, sin romperme los nudillos – ni dar puñetazos- , voy a terminar mi «alegato» – señoría- cuestionando algo, tratando de evitar la soberbia. Entre otras cosas, porque no me sale reírme de otra manera. No porque sea más inteligente, que es un hecho cuanto menos discutible, sino por el valor que adquiere la risa cuando escasea, y, sobre todo, cuando das con las personas que la comparten.
Encontrarlas es un placer equiparable, con hallar un pez abisal flotando a tu lado, pero sin ser portada de telediario. Y he ahí la clave, porque suele coincidir que ese particular humor, va ligado a un vino, o a un licor de los que se tomaban Wilde o Hemingway… y, en ese punto- o gusto-, la risa es fácil. No porque sea buena, sino porque se simplifica al punto de no exigir contenido. Porque, irónicamente, encuentras exactamente lo que hace descojonarse a la mayoría: que, simplemente, se contagia.
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